martes, 30 de septiembre de 2008

Un cuento de Truman Capote (1924-1984)




LA FORMA DE LAS COSAS
(1944)


Una mujer menuda, blanca, el pelo con permanente, recorrió balanceándose el pasillo del vagón restaurante y se acomodó en un asiento al lado de una ventanilla. Terminó de escribir a lápiz su pedido y dirigió una mirada miope, a través de la mesa, a un marine de mejillas coloradas y a una chica con la cara en forma de corazón. De un golpe de vista vio un anillo de oro en el dedo de la chica y una cinta de tela roja enroscada en el pelo y decidió que era una chica ordinaria; mentalmente la etiquetó como esposa de guerra. Con una débil sonrisa la invitó a conversar. La chica sonrió a su vez:
—Ha tenido suerte de venir tan pronto porque está llenísimo. No hemos podido almorzar porque había soldados rusos comiendo... o algo así. Jopé, debería haberlos visto, parecían Boris Karloff, ¡se lo juro!
La voz sonaba como el silbido de una tetera y hacía que la mujer carraspease.
—Sí, en serio —dijo—. Antes de este viaje nunca pensé que hubiese tantos en el mundo, soldados, me refiero. No te das cuenta hasta que subes a un tren. No paro de preguntarme, ¿de dónde han salido?
—De las oficinas de reclutamiento —dijo la chica, y se rió como una tonta.
Su marido se ruborizó, disculpándose.
—¿Va hasta final de trayecto, señora?
—Se supone, pero este tren es lento como..., como...
—¡Una tortuga! —exclamó la chica, y añadió, sin resuello—: Puf, no se imagina lo emocionada que estoy. Llevo todo el día pegada al paisaje. En Arkansas, de donde yo soy, todo es más bien llano, así que me da un escalofrío por todo el cuerpo cuando veo esas montañas. —Y volviéndose hacia su marido—: Cariño, ¿crees que estamos en Carolina?
Él miró por la ventana, en cuyo cristal se espesaba el crepúsculo. Se juntaba aprisa la luz azul y las jorobas de las colinas se mezclaban y se devolvían ecos. Desvió la mirada hacia el comedor iluminado.
—Debe de ser Virginia —conjeturó, y se encogió de hombros. De improviso, desde los vagones de tercera, un soldado se les acercó dando bandazos y se desplomó sobre el asiento libre de la mesa como una muñeca de trapo. Era un hombre bajo y el uniforme se le desbordaba en pliegues arrugados. Su cara, flaca y de facciones afiladas, formaba un pálido contraste con la del marine, y su pelo negro, cortado al rape, brillaba a la luz como una gorra de piel de foca. Sus ojos cansados escrutaron nebulosamente a los tres ocupantes de la mesa como si hubiera un biombo entre ellos, y con un gesto nervioso se tiró de los dos galones que llevaba cosidos en la manga.
La mujer se removió, incómoda, y se apretó más contra la ventanilla. Con semblante pensativo lo etiquetó de borracho, y al ver que la chica arrugaba la nariz supo que compartía su veredicto.
Mientras el negro con delantal blanco descargaba su bandeja, el cabo dijo:
—Lo que yo quiero es café, una cafetera grande y un tazón doble de nata.
La chica hundió el tenedor en el pollo con bechamel.
—¿No te parece carísimo todo lo que sirven aquí, querido?
Y entonces empezó. La cabeza del cabo empezó a balancearse con sacudidas cortas e incontrolables. Hizo una pausa y la cabeza se le quedó grotescamente inclinada hacia delante; una convulsión muscular le impulsó el cuello hacia un costado.
La boca se le estiró de un modo horrible y se le tensaron las venas del cuello.
—Oh, Dios mío —exclamó la chica, y la mujer soltó el cuchillo de la mantequilla y automáticamente se protegió los ojos con una mano sensible. El marine miró con aire ausente durante un momento y luego, reponiéndose enseguida, sacó un paquete de tabaco.
—Toma, chico —dijo—. Mejor que fumes uno.
—Por favor, gracias..., muy amable —murmuró el soldado, y después estampó contra la mesa un puño con los nudillos blancos. Temblaron los cubiertos de plata, el agua desbordó de los vasos. Un silencio se prolongó en el aire y una carcajada lejana se esparció por el vagón, cortada en rebanadas iguales.
La chica, entonces, consciente de la atención, se alisó un mechón de pelo detrás de la oreja. La mujer levantó la mirada y se mordió el labio cuando vio que el cabo trataba de encender el cigarrillo.
—Déjeme —se ofreció ella.
La mano le temblaba tanto que la primera cerilla se apagó. Cuando el segundo intento tuvo éxito esbozó una sonrisa forzada. Al cabo de un rato, él se sosegó.
—Estoy tan avergonzado... Perdóneme, por favor.
—Oh, lo comprendemos —dijo la mujer—. Lo comprendemos perfectamente.
—¿Le ha dolido? —preguntó la chica.
—No, no duele.
—Estaba asustada porque pensé que dolía. Lo parece, desde luego. ¿No es como una especie de hipo?
Dio un respingo súbito, como si alguien le hubiese dado una patada.
El cabo recorrió con el dedo el borde de la mesa y poco después dijo:
—Estaba bien hasta que subí al tren. Me dijeron que estaría bien. Me dijeron: «Estás bien, soldado.» Pero es la emoción, saber que ya estás en tu país y libre y que la maldita espera ha terminado.
Se frotó un ojo.
—Lo siento —dijo.
El camarero depositó el café y la mujer trató de ayudarle. Él le apartó la mano, con un pequeño empujón irritado.
—No haga eso, por favor. ¡Sé hacerlo yo!
Confundida por el sofocón, la mujer se volvió hacia la ventanilla y vio su cara reflejada en ella. Estaba serena y le sorprendió, porque sentía una irrealidad vertiginosa, como si se columpiase entre dos puntos de sueño. Encauzando sus pensamientos hacia otro sitio, siguió el trayecto solemne del tenedor del marine desde el plato hasta la boca. La chica comía ahora con voracidad, pero a la mujer se le estaba enfriando su comida.
Entonces empezó otra vez, aunque no fue tan violento como antes. En el resplandor crudo del foco de un tren que se acercaba, se tornó borroso el reflejo de la cara, y la mujer suspiró.
Él estaba jurando en voz baja y sonaba más como si rezase. Se agarró como un poseso los lados de la cabeza entre el fuerte torno de las manos.
—Oye, chico, más vale que te vea un médico —sugirió el marine.
La mujer estiró una mano y la apoyó en el brazo levantado del cabo.
—¿Puedo hacer algo? —dijo.
—Lo que hacían para que parase era mirarme a los ojos..., se me pasa si miro a los ojos de alguien.
Ella inclinó la cara hacia él.
—Así —dijo él, y se calmó al instante—, así, ya. Es usted un encanto.
—¿Dónde fue? —dijo ella.
Él frunció el ceño y dijo:
—Hubo cantidad de sitios..., son mis nervios. Están destrozados.
—¿Y adonde va ahora?
—A Virginia.
—Allí está su casa, ¿no?
—Sí, allí está.
La mujer sintió un dolor en los dedos y aflojó de repente la presión intensa sobre el brazo del cabo.
—Allí está su casa y tiene que recordar que lo demás no es importante.
—Usted sí que sabe —susurró él—. La quiero. La quiero porque es muy tonta y muy inocente y porque nunca conocerá nada más que lo que ve en las películas. La quiero porque estamos en Virginia y casi he llegado a casa.
La mujer apartó la mirada bruscamente. Una tirantez ofendida se engastó en el silencio.
—¿O sea que piensa que eso es todo? —dijo él. Se inclinó sobre la mesa y se pasó la mano por la cara, soñoliento—. Hay eso, pero también hay dignidad. Y cuando pasa delante de gente que conozco de siempre, ¿entonces qué? ¿Cree que quiero sentarme a la mesa con ellos o con alguien como usted y producirles náuseas? ¿Cree que quiero asustar a una niña como ésta de aquí y meterle ideas en la cabeza sobre su hombre? He esperado meses, y me dicen que estoy bien pero la primera vez...
Se detuvo y arqueó las cejas.
La mujer deslizó dos billetes encima de su cuenta y empujó hacia atrás su silla.
—¿Me deja pasar, por favor? —dijo.
El cabo se levantó y se quedó de pie, mirando el plato intacto de la mujer.
—Cómase eso, maldita sea —dijo—. ¡Tiene que comérselo!
Y luego, sin mirar atrás, desapareció en dirección a los vagones.
La mujer pagó el café.


[Traducción de Jaime Zulaika]

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