El indio Fabián caminaba imaginando la cara que su pequeño
hijo pondría al ver el cuarzo. El bloque traslúcido erizado de varillas
refulgentes, estaba con la calabaza y la cuchara de palo del yantar y
otros trastos, en el fondo de las alforjas que le ceñían el hombro. Un
quebrado sendero, ágil equilibrista de breñales andinos, aumentaba
la brusquedad de su paso, por lo cual los objetos de las alforjas se
entrechocaban produciendo un ruido monótono que rimaba con el
choclear de las ojotas. Más allá, en torno del viajero, sólo había
silencio. La puna estaba cargada de noche. Un ligero viento no
conseguía silbar entre las pajas.
A Fabián no le importaba la cegadora oscuridad ni las
desigualdades de la ruta, pues se hallaba acostumbrado a vencerlas
con habilidad aprendida entre las mismas peñas. Amén de que la
noche a flor de tierra no era tan densa y permitía estar, erguido, así
fuera sobre un hilo de senda rondadora de abismos. Más sombra
tuvo en la profundidad de la mina, mayor incomodidad en la
estrechez del socavón roqueño.
Trabajó dos meses allí. Los peones entraban por las prietas
galerías a barrenar y dinamitar las entrañas de la tierra, extrayendo
una sustancia pesada y lustrosa, de color chocolate, envuelta en
rutilantes rocas de cuarzo. Una callada hilera de mujeres andinas,
que era como un arco iris de pollerones orlando la tierra gris,
tomábala entonces y separaba el cuarzo, rompiéndolo a golpe de
martillo. Así, los fragmentos de tungsteno quedaban listos para ser
cargados en asnos y llamas y enviados muy lejos. Fabián no sabía
precisamente a dónde ni para qué. Se hablaba de que había una
guerra grande en el mundo y que esa guerra, fuera de gente, comía
tungsteno. Muchos inventos sacaban. Al principio, unos gringos
treparon los roquedales andinos a explorar y luego llamaron a los
campesinos para el laboreo. Ahora se llevaban el mineral. Y sobre la
ancha falda del cerro rico, según podía verse, nevaba la nueva nieve
del cuarzo.
Los viajeros de la región no dejaban de echar un vistazo a la
original industria. Antes vieron explotar el oro, la plata, el cobre, aun
el carbón. Los tiempos modernos con su fiera guerra, habían
valorizado el... « ¿cómo se llama?... ¡ah, el tungsteno!». Mascullaban
algo en tono de broma y, como nadie lo impedía, echaban a las
alforjas un trozo de brillante cuarzo para obsequio o recuerdo. Llegó
a ponerse de moda. Por toda la comarca se esparció la roca de la
mina. Los niños indios miraban maravillados los poliedros, hasta
que al fin se atrevían a jugar con ellos. Las mujeres dábanles oficio
de peanas. En los escritorios de los hacendados a guisa de
pisapapeles, se erguían triunfantes los haces de varillas.
Fabián llevaba también ese regalo para su pequeño: cuarzo, luz
de piedra. No era lo único. En una esquina del pañuelo tenía
amarrados quinientos soles, sólo algunos de metal firme, a la
verdad, pero los billetes valían en las tiendas del pueblo. Su mujer
tenía vista una falda de percal floreado. El andaba aficionado de una
cuchilla. El pequeño quería una sonaja. Justo el domingo próximo
irían al pueblo.
Todo ello alegraba al viajero como la perspectiva de alcanzar
sus lares. Tenía el corazón hecho un abrazo para la mujer y el hijo,
la casa y el ganado, la tierra y la siembra. Cuatro leguas más de
camino y estaría en lo suyo. Ahí la luz surgía en los cerros para
mostrar al hombre todas las cosas buenas que animaban la
ondulación de los campos y no a marcarle la necesidad de hundirse
en el socavón ahíto de trémulas tinieblas y ensordecedores ruidos de
barrena. Después de todo, pagaban algo en la mina y descontando
gastos de comida y cañazo bueno para el frío, solía sobrar un poco.
Decían que cuando terminara la guerra, esa pelea lejana y hasta
cierto punto misteriosa, la explotación del tungsteno cesaría y era
cuestión de aprovechar ahora.
Marchaba vigorosamente, venciendo con rápido paso los
altibajos y recovecos de cuestas y laderas. Su mujer estaría contenta
con los quinientos soles, su hijo con el cuarto. La cara que ponía el
pequeño al alegrarse, de puro risueña era cómica y le hacía a Fabián
mucha gracia. Una leve sonrisa se perdió en sus facciones tal si
fuera en montañas calladas.
Súbitamente fulguró, partiendo del cielo y la noche, la candela
fugaz de un lejano relámpago. El granizo apedreó después el
sombrero de junco y las rocas. Por último, la lluvia cayó en
apretados y sonoros chorros. Humedeciendo rápidamente el poncho,
que templó su fría pesantez de los hombros, comenzó a lamer las
espaldas con su lengua helada. «Ya -se dijo el caminante-, ojalá
escampe luego.» Pero el aguacero no tenía trazas de parar. Su
violencia creció más todavía a favor de un viento que llegó dando
alaridos en la sombra. Los chorros adquirían una furia de chicote
sobre la cara. Fabián tuvo que sacarse las ojotas, pues el sendero se
tornó muy resbaladizo. Sabía caminar engarfiando los dedos en la
arcilla mojada, a fin de no deslizarse y caer.
De rato en rato, la llama de los relámpagos iluminaba la puna y
el eco de los truenos rodaba sordamente de picacho en picacho. A la
fugaz claridad, las rocas enhiestas parecían encajarse en el negro
cielo y la delgada canaleta del sendero brillaba trémula como si
fuera a deshacerse con la plétora de agua y fango. Por ella seguía
chapoteando Fabián, tozudamente, calado hasta los tuétanos por la
humedad y el frío. Sacó de las alforjas un puñado de coca que
chorreaba agua y se puso a masticarla para sobrellevar mejor la
marcha. Había tenido que lentificarla y tardaría más en llegar.
Con las horas, disminuyó la furia de la tempestad. Sólo la
lluvia continuaba cayendo, densa y sonora, con esa pertinacia
propia de los aguaceros nocturnos. «Pasará al amanecer», pensó
Fabián. Y se echó más coca entre los belfos ateridos y agitó el
poncho para librarlo un tanto del agua y que pesara menos.
¡Malhaya las chanzas del tiempo! Fabián pensaba en el tibio lecho de
bayetas y pieles de carnero, en el fogón de vivaces llamas, en la sopa
reconfortante que su mujer hacía. El cuerpo de Donatila era cálido y
bueno. La lluvia tendría que contentarse con chapotear a la puerta
del bohío. El iba a llegar ya. Los raros relámpagos le precisaban la
posición. He ahí las rocas que se alzaban en las inmediaciones de
las chacras y, bajo sus pies, las curvas mejor conocidas, los
escalones más familiares por frecuentados debido a la proximidad
del bohío.
De pronto, un trueno alargó desmesuradamente su estruendo.
Roncó estremeciendo la noche y acallando por un momento el tenaz
rumor del aguacero. Fabián se sobresaltó con todas las fuerzas de
su instinto, deteniéndose y echando hacia la sombra y la lejanía los
hilos tensos de sus sentidos. Continuaban produciéndose ruidos
confusos, como de piedras que ruedan y maderos que se rompen. El
fuerte olor de la tierra revuelta pasó en oleadas espesas. Ya no le
cupo duda. Un derrumbe se había lanzado cuesta abajo y terminaba
ahora de arrastrar sus últimos restos hacia el fondo de la encañada.
No sería en su parcela. Él mismo había visto que todo era firme allí,
que ni una vara de suelo vacilaría. Con una consistencia sólida e
inclinación propicia al desagüe, nada había que temer...
Fabián prosiguió su marcha, deseando solamente que el alud
no hubiera cortado la ruta. Mas estaba de contratiempos esa noche.
El olor a fango se hizo permanente y pronto debió admitir que el
camino se rompía, perdiéndose en un barranco formado por la
avalancha. Sus pies vacilaron sobre la última fracción de senda,
deleznable ya. Volvió calmosamente, casi a gatas, y terminó por
acomodarse al pie de una gran roca cuya inclinación podía
defenderlo de la lluvia. Esta seguía cayendo con terca insistencia.
«Apenas aclare, buscaré paso», resolvió Fabián, acurrucándose en
espera del alba. Después de un rato, brilló un rezagado relámpago.
Su escasa lumbre bastó para que el indio alerta viera la franja gris
que manchaba el cerro. ¿Era tan grande que abarcaba el sitio de la
casa y el redil? Tenía la evidencia de que una chacra había
desaparecido, pero esperaba que allá, al otro lado, se elevaran
todavía el promontorio del bohío y la cerca de la majada. No se podía
columbrar. Ahora sí que aguardaba ansiosamente el alba. De saber,
habría rezado y se encomendó como pudo, en una muda
imploración, a la Santísima Virgen. En la espera larga, la sombra
parecía adherida a las montañas. Sólo la lluvia fue amenguándose y
terminó por irse, aunque no con la brusquedad con que llegara.
Y al fin un güicho, vigía del alba, desenvolvió su agudo y claro
canto. ¡Esa sostenida melodía despertaba otrora al corazón de
Fabián! Con ella se había levantado a recibir el sol en medio del
rocío titilante, los sembríos promisorios y el ganado en acecho de la
vastedad de la puna. Pero ahora obedeció al sonido para
incorporarse a escrutar los cerros, en una angustiosa interrogación.
La claridad opaca del amanecer neblinoso bordeó un picacho,
avanzó por el cielo y luego descendió enharinando la encañada.
Entonces Fabián pudo ver. Cada vez más claramente, vio. La
avalancha se había llevado todo, amontonando ruinas en lo más
bajo del abra, allí entre los retorcidos alisos que bordeaban una
quebrada. La huella oscura comenzaba arriba, muy alto, al pie de
una gran peña, se curvaba un tanto al adquirir amplitud y luego
descendía por la falda del cerro, recta y violentamente, hasta el
fondo. Un pardo retazo de chacra quedaba al otro lado, pero la casa
y el redil, con todo lo más querido, estarían abajo, envueltos en el
hacinamiento de troncos, piedras y barro.
El día fue pronto una luz amarilla que comenzó a brillar en la
yerba y a calentar la tierra, levantando el vaho las nubes. Fabián no
dejaba de mirar la mancha gris. De saber cosas, la habría
encontrado igual a la silueta con que los dibujantes de fantasías
fingen el símbolo de la muerte. Para él era solamente la presencia de
la desgracia hecha lluvia, flojedad y caída hecha derrumbe. Todo
tenía una aplastante simplicidad, una definición sin réplica.
Admitiéndolo así, descendió bordeando el nuevo barranco hasta
llegar a su término. El cadáver de una oveja asomaba apenas del
lodazal, lo mismo que dos vigas. Bajo una costra de tierra, la azulosa
pupila de la oveja se empeñaba en mirar obstinadamente.
Habría que sacar a la mujer y al hijo para darles la debida
sepultura y a las ovejas para desollarlas. Vendería las pieles y la
carne serviría para el velorio. El sol llegó a hundirse en el revuelto
conglomerado, haciendo más intenso el olor acre del barro. Fabián
dio varias vueltas considerando indicios y lo observó todo sin que se
contrajera un músculo de su cetrina faz. La tibieza del sol le recordó
la conveniencia de secar el poncho y lo extendió -rojo y azul- sobre
unas matas. Luego pensó en ir a demandar ayuda, pero al punto
cayó en cuenta de que los indios de los contornos, al advertir la
huella en el cerro, acudirían a examinar lo sucedido, encontrándose
con él y dándole una mano en la tarea. Con todo, ésta sería larga y
convenía renovar la entonadora dotación de coca a fin de acopiar
fuerzas. Sentóse, pues, a un lado, revolviendo las alforjas que
guardaban la hoja verde. Al hacerlo encontró el albo y aristado trozo
de cuarzo, que fulguró bellamente bajo el sol. Pero en los ojos de
Fabián centelló también una llama y con un desdeñoso movimiento
del brazo, lo arrojó hacia las ruinas. El cuarzo sumergió su nítida
blancura en la prieta masa del barro, produciendo un breve
chasquido.
Y esa llama fugaz y tal gesto despectivo fueron los únicos
signos exteriores de que algo había ocurrido en el alma del indio
Fabián. Después, hasta sentirse con ánimo para la faena, se puso a
masticar su coca impasiblemente.
martes, 4 de noviembre de 2008
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