miércoles, 4 de agosto de 2010

HÉCTOR COBAS, Miramar, Argentina

LA ENVIDIA




La envidia es acaso el peor de los pecados, el goloso come, el lujurioso verifica el acto venéreo, el avaro toma su dinero, en cambio el envidioso se reseca en...Bueno, su envidia. Era una frase de Alejandro Dolina y circunstancialmente venía en mi ayuda para comenzar a pensar algún rollo sobre el tema con qué había sido favorecido en un sorteo en el que distribuían entre los presentes los llamados pecados capitales. Me tocó en suerte la envidia y sin presentar resistencia, me aboqué a la tarea nada fácil de elaborar sin muchas pretensiones algo coherente o pretendidamente coherente sobre esa cuestión. Me detuve un poco a pensar esa primera frase “la envidia es acaso el peor de los pecados” y efectivamente así debía ser pues es un sentimiento que rebaja al envidioso y lo disminuye como persona ubicándolo en el círculo de lo insignificante y banal, mostrándolo como un ser incapaz para resolver aspectos de su vida, tratando de depreciar los éxitos del otro deseando en su fuero íntimo el fracaso y la ruina de esos logros. Bien cabría examinar el aforismo de la sabiduría popular que exalta como una verdad, “si la envidia fuera tiña cuantos tiñosos habría”. Pero considerando todo esto dejaba de lado el otro término que acompañaba y que era el concepto de pecado. Buscando antecedentes tendremos que decir que pecado es un término que está incluido dentro del lenguaje teológico religioso. Pecado es por definición una acción humana que ofende a Dios. Fuera de ese ámbito la palabra “pecado” pierde peso y en esta época, bastante secularizada y donde se acentúa la ausencia de Dios, podría llegar a ser una ofensa grave al Creador , tal vez en algún creyente que juzgara que ha envidiado a otro congénere y que lo ha aborrecido y temiera que semejante desatino mereciera el consabido castigo que la divinidad podría infligirle. Pero la envidia despojada de su condena trascendente queda descifrada como un sentimiento defectuoso propio de los seres humanos, que llevan en su naturaleza todas los absurdos emocionales que podemos imaginar y que exteriorizados colaboran como creadores de un desorden muy difícil de regular y en el caso de la envidia, creo que no hay ninguna ley que sancione al envidioso, fuera sólo de una presunta condena social, que difícilmente llegue a consumarse porque el sistema mismo es incitador de multiplicar los deseos indefinidamente y de propiciar la envidia como eje de su prolongación en el tiempo. Pero en el plano consciente se sigue estimando que la envidia es algo diferente de las otras pasiones y como dijo un pensador “aunque (estas) sean las más criminales; la envidia es una pasión cobarde y vergonzosa, que nadie se atreve nunca a admitir”. Y como corolario de lo dicho podemos concluir que la envidia impregna como un estigma en el ser humano, que puede disimularse, pero que es un arma mortal en el ánimo de los mediocres que apuntan generalmente a mirar con malos ojos a los mejores y como decía Gracian “el envidioso puede morir, pero la envidia nunca” a pesar de los esfuerzos fallidos de las sabidurías que se han esforzado para erradicarla del alma de los humanos.

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